Un año excepcional
El año que estamos a punto de cerrar debía ser excepcional en cuanto a los resultados de muchas empresas. Todo apuntaba así teniendo en cuenta los datos de los dos primeros meses del ejercicio. Había confianza y optimismo en la actividad económica y social. Pero llegó una pandemia que lo cambió todo. El año, por tanto, también ha resultado excepcional, pero al revés de lo que habíamos imaginado.
El coronavirus ha supuesto una auténtica revolución en todos los ámbitos de nuestra vida, individual, colectiva, y a nivel global. Todo el mundo ha tenido que adaptarse a una situación hasta hoy desconocida. También las empresas, con muchas más dudas que no certezas. Hemos pronunciado hasta el agotamiento palabras que ya existían, pero que no habíamos usado nunca, porque no nos eran necesarias. Nos hemos visto forzados a ponernos una mascarilla que nos ha borrado las sonrisas. Hemos tenido que trabajar desde la distancia. Nos hemos negado besos y abrazos, por si acaso. Nos hemos empobrecido, económica y socialmente. Y lo más grave de todo: nos hemos dado cuenta de la fragilidad de la vida, dejando familiares, amigos y conocidos por el camino.
Nuevos hábitos, que ahora forman parte de nuestra cotidianidad y aprendizajes a toda prisa, han llegado para quedarse. Incluso, hemos descubierto que algunos de estos hábitos son mejores que los que teníamos más arraigados.
Hay un aspecto de todo ello que no puedo ni quiero pasar por alto: la gestión de la comunicación por parte de los responsables públicos. Entiendo
la complejidad de la toma de decisiones ante una crisis repentina y nunca vivida. También puedo entender la supuesta buena fe a la hora de tomar estas decisiones. Pero, lo que no es admisible, es el cúmulo de despropósitos que han exhibido muchos portavoces de los diversos gobiernos y administraciones, que han vulnerado los principios más básicos de cualquier comunicación de crisis. Demasiada información provoca desinformación. Demasiados portavoces llevan a la descoordinación. Demasiado protagonismo de quien tiene poco que decir, raya el ridículo. Y hemos visto y oído de todo.
La población no está más informada por un bombardeo continuo de datos, muchas veces contradictorios y, después, rectificados. Y así ha sido. No ha habido medida, con ruedas de prensa informativas interminables, excesivas, con una escenografía equivocada, que se hubiera podido resolver con una sola intervención diaria, breve y contrastada. Los recelos entre administraciones los hemos pagado, otra vez, los ciudadanos. Los poderes públicos han continuado tratando la población como inmadura y poco adulta. Fruto de ello, el tono con que se han dirigido a la opinión pública, en la gran mayoría de los casos, no ha sido el adecuado. Hay ejemplos que son todo lo contrario. Fijémonos, por ejemplo, en Canadá.
Ahora, todas las expectativas están puestas en el año 2021, un año que no costará mucho que sea mejor del que ahora dejamos atrás, y que nunca olvidaremos. Soy de los convencidos de que no se vive de los recuerdos, ni tampoco de las falsas expectativas, sino del trabajo, del esfuerzo y de la ilusión por hacer las cosas bien hechas. Y ser capaces de reinventarnos para abrir una nueva etapa ilusionante. Yo estoy aquí. Que tengamos, todos juntos, un ¡feliz 2021!